“Sabe, oh príncipe, que entre los años en que los océanos anegaron Atlante y sus resplandecientes ciudades, y los años de la desaparición de la magia de los Reinos Brillantes, hubo una edad no soñada en la que brillantes reinos ocuparon la tierra como el manto azul entre las estrellas”.
Hace miles de años, cuando la magia en los Reinos Brillantes no era más que un mito, se alzaba una isla allí donde el Mar del Silencio cambia su nombre por el de los Hielos Eternos, donde floreció el poderoso reino de Atlante.
El mito de la creación del reino de Atlante decía que había una pequeña aldea en el centro de la isla donde habitaba un pastor llamado Evenor junto con su esposa Leucipe y su única hija Cleito. El dios del mar, se enamoró de la bella Cleito y tuvo trato carnal con ella. El dios, feliz en su amor, hizo que crecieran de la tierra toda clase de alimentos en abundancia y que las entrañas de las montañas se llenaran de minerales preciosos. Otorgó a los habitantes de la isla su bendición y les entregó los secretos de los cinco elementos, el fuego, el agua, el viento, la tierra y el tiempo.
Esta poderosa nación de guerreros, navegantes, científicos e intelectuales nació y creció en una gran isla, fértil y de clima generoso, un peculiar oasis de tranquilidad en las frías aguas furiosas al noreste de Mul Sabbut. Atlante era un paraíso templado, de fértiles llanuras, en cuyas cordilleras abundaban los bosques de maderas valiosas. Era una tierra rica en cobre, estaño, oro y plata. Era tanta la riqueza de aquellas tierras y tal la excelencia de su clima, que su población se multiplicó rápidamente. La isla, tierra dichosa en que no se conocían ni inviernos ni tempestades, producía la mayor parte de lo que requerían para los usos de la vida, comenzando por el mithril, metal sólido y fusible, duro como el acero, que brillaba como el cobre y que por entonces existía en muchos yacimientos en la isla, y era más preciado que el oro. Había abundante madera para los carpinteros y suficiente sustento para los animales, tanto domésticos como salvajes. También había toda especie de fruto que admitiera cultivo, desde legumbres y frutos de cáscara dura que permitían hacer bebidas y ungüentos. Utilizando todas estas riquezas de su suelo, los habitantes construyeron templos, palacios, dársenas, puentes y puertos. Los atlantes eran maestros en construcción de naves y planeaban grandes obras hidráulicas, que eran maravillas de arte y de poder.
El reino de los atlantes se convirtió en próspero, progresista y poderoso, que ensanchó su dominio por medio de la conquista, avasallando a todos los pueblos de los Reinos Brillantes. Forjaron una nación que se extendía desde su remota isla septentrional hasta lo que hoy se conoce como Yvr, esclavizando las emergentes culturas humanas de la zona. Los gobernantes de esta ciudad usaron su avanzada ciencia para ayudarles a dominar los Reinos Brillantes durante varios siglos, sometiendo a todos aquellos que les hicieron frente y que se unieron para eliminar la amenaza que planteaban. Comprendían que su reino, grandioso como era, eventualmente caería y sería olvidado. Su poder y su conocimiento les revelaban tal desenlace pero su orgullo les impedía considerar esa posibilidad.
Era una civilización muy avanzada para aquellos tiempos. Grandes pensadores, filósofos y artistas expandieron el conocimiento de los atlantes a cimas inimaginables para la raza humana hasta ese momento. Los descubrimientos científicos les dieron la supremacía sobre el resto de las razas: el polvo explosivo o pólvora, la brújula, las mejoras en la construcción de barcos, la forja de armas y armaduras, grandes máquinas, extraños artilugios voladores,... La mayoría de este maravilloso conocimiento desapareció con los atlantes aunque, por ejemplo, el complejo arte de la forja del mithril se recuperó en los pueblos enanos pocos siglos después de la caida de Atlante.
La Metrópoli de Atlante, la capital del imperio, era la ciudad más grande de los Reinos Brillantes y varios centenares de miles de almas vivían en ella. Quienes llegaban a través del Mar del Silencio veían aparecer en el horizonte las torres más altas de la ciudad que se alzaban hacia los cielos hasta más de doscientos metros de altura. Tras ellas aparecían los perfiles de la ciudad de Atlante en el cielo, resplandeciente bajo los brillos del primer sol como si hubiera surgido de la nada. Llegar a Atlante era una revelación constante de torres, palacios y cúpulas de brillantes colores que emergían en un horizonte que se aclaraba poco a poco. La ciudad de los altos y afilados capiteles, de los anillos de agua, de los puentes colgantes, de las grandes murallas, de las torres que acarician el cielo, fabulada en canciones e historias, donde la raza más poderosa de los hombres vivía en medio de la belleza. La ciudad de Atlante quedaba rodeada por varios recintos concéntricos, alternados de tierra y agua, alimentada esta última por el mar, formando así no solamente un puerto, sino una fuerte muralla alrededor de la ciudad. Una gran planicie con abundante vegetación de altos pastizales extendía más allá de la ciudad, campiñas hermosas y feraces recostadas en las lomas que rodeaban la ciudad, salpicadas por las villas de los poderosos, miembros de la nobleza, ricos comerciantes y otros señores de clase alta.
Pero dice la tradición que los atlantes se volvieron arrogantes y olvidaron sus deberes religiosos para con quien los hizo poderosos. Se alejaron del dios del Mar, de sus antiguos líderes, y extraviaron el propósito de sus vidas; y que por esa causa el dios de las aguas había decidido castigarlos y marcó su destrucción. Aconteció entonces que ocurrieron terribles temblores e inundaciones en la isla de Atlante, hundiéndose en el fondo de los mares, y desapareciendo con todos sus habitantes en un solo día y una sola noche.
La desaparición repentina de todo una isla no halló en aquellos tiempos otra explicación que la que propagaron los pueblos de los Reinos Brillantes, atribuyéndola a la envidia de los dioses, lo que no extraña, ni de que haya todavía hoy personas que dudan que la isla perdida existió, tomando los relatos que hablan de ella por una simple fábula.
Naciones enteras desaparecieron de las aguas. El reino continental de los atlantes pudo escapar de la destrucción de su isla natal y hasta él llegaron en barcos cargados de fugitivos procedentes de las tierras que habían quedado sumergidas.
La leyenda también cuenta que entre los montes boscosos del noroeste vagan hoy bandas de hombres-monos carentes de lenguaje humano, que no conocen el uso del fuego ni utilizan herramientas. Se dice que son los descendientes de los atlantes, hundidos de nuevo en el penoso caos de la bestialidad selvática de donde en épocas pasadas sus antecesores habían logrado salir con tantas dificultades. Ya lo decía en sus cantos el poeta Omer: “Contemplamos cómo los océanos se alzaban y sumergían Atlante y las brillantes ciudades de su civilización. Luego vimos a los supervivientes de los reinos reconstruir su imperio, y después volver a la ruina entre guerras sangrientas. Vimos a los atlantes hundirse en los abismos del salvajismo y regresar al nivel de los monos”.
Se dice que las ruinas de la civilización de Atlante aún permanecen en el fondo de las aguas, en algún punto inconcreto del Mar del Silencio frente a la costa de Ártica. Esperando, en silencio.
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1 comentario:
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